Esa mañana salieron de
su casa de la mano con un cierto misterio.
Su padre dijo que íban
a ir a comprar algo y que esperaba su ayuda para eso. Viajaron hasta el centro.
Llegaron a una juguetería, le hizo mirar todas las muñecas que había.
Le dijo que no
importaba que fuera cara, que eligiera la que más le gustaba.
Ella no podía creer su
gesto, iba a regalarle la muñeca más linda de la vidriera.
Entonces tímidamente,
se animó a decidirse por la pelirroja de rulos, tan hermosa que a cualquier
niña la hubiera impactado hasta querer poseerla.
Se la marcó con el
dedo. Entraron al negocio, él le dijo sonriendo a la empleada, “eligió la
colorada que está en la vidriera” La miraba como si estuviera orgulloso de ella.
El paquete era inmenso,
al menos para una niña de cuatro años.
Lo colocó bajo su
brazo. Tomaron el subte, y ella pensaba en el viaje, cuándo iba a dársela.
Se bajaron, caminaron
hasta una casa señorial y tocaron el timbre.
Un conocido de él,
abrió la puerta. Detrás de ese señor trajeado estaba su hija, una niñita rubia
un poco más grande que ella. El padre tomó el paquete y se lo entregó.
Silenció lo que sintió
en aquel momento. Lo dejó guardado, hasta que un día de grande se lo contó a su
madre y no le creyó.
Ese fue su primer contacto
con la angustia, y no sería el último.